jueves, 12 de febrero de 2015

Esteban y Guillermo: el asunto del bienestar como decreto (II de II)

Guillermo miraba la elegante barba blanca de su amigo mientras hablaba. Le alegraba verlo tan lúcido después de la dura semana que había tenido. Esteban era adicto al cigarro y todos en la clínica sabían que estaba cerca porque su aroma a cigarro lo anunciaba. Esteban continuó: “las sociedades están hechas de personas; si algo ha de hacerse para mejorar, es partir del elemento básico, de lo individual. Nuestra época no amerita revoluciones violentas y ostentosas; las revoluciones que hoy necesitamos son las que se hacen a diario, desde distintas trincheras. Por eso los movimientos sociales de nuestro siglo siempre fracasan: porque la masa es muy grande, y sobre todo muy difícil de conducir. No hay un solo fin. Un movimiento social fracasará mientras surja de la ilusión de que un mismo fin le hará bien a todos.” Guillermo recordó que Esteban ya había usado ese argumento en una plática anterior, así que se apresuró a revirar con el mismo argumento que empleó aquella vez: “pero las sociedades, los sistemas, consumen al ser humano; lo determinan, le dicen qué equipo de fútbol admirar y hasta cuáles son las causas justas. El trabajo individual de la moral tiende a la dispersión. En cambio si se modifican entornos, si se les vuelve justos, o si se les derroca cuando son injustos (como en las revoluciones latinoamericanas del siglo pasado), los sujetos que de ellas surjan serán, a su vez, más justos; pero no por decisión personal, sino porque no habrá otro modo de operar. Quizás no es la idea más romántica, pero lo cierto es que para mejorar a las personas hay que mejorar su entorno.” Esteban interrumpió: “coincido contigo en que no es romántica tu propuesta, es más bien nostálgica.” Un poco molesto, Guillermo continuó: “un cambio individual no tendrá gran repercusión, y en todo caso, siempre es preferible el bienestar colectivo, aunque con ello se sacrifique el de algunos individuos.” “No creo en las democracias”, interrumpió Esteban, “yo tampoco”, respondió inmediatamente Guillermo y concluyó más serio: “pero sin duda son el sistema que menores falencias ha mostrado”. A Esteban le incomodaba que su amigo se pusiera serio porque se sentía obligado a adoptar el mismo tono. Si bien su voz grave hacía retumbar aquella hacienda adecuada para alojar pacientes con algún diagnóstico psiquiátrico, y cuyas familias podían costear los seis mil pesos semanales por dicho internamiento, su tono en los debates siempre era amable y risueño, incluso cuando se trataba de temas espinosos. “¿Pero quién determina qué es lo justo y lo benéfico para todos? En el marco que propones, quien tiene la última palabra siempre es el otro. Un niño llega a un sistema en el que las respuestas están dadas: ya se sabe qué es bueno y qué no, ya se sabe qué es legal y qué no, ya se sabe qué es salud y qué locura. Pero, si una persona no concuerda con lo tradicional, ¿es justo diagnosticarlo como delincuente o loco? Los preceptos de una sociedad surgen de una persona, y se extienden a través de la familia y la sociedad hasta que se arraigan sin cuestionamientos (o aún cuestionándolos, da igual).” Guillermo interrumpió: “por eso actualmente, la intervención social no se basa en la enfermedad, sino en procurar el bienestar a las sociedades partiendo, obviamente, del bienestar de sus elementos.” Esteban continuó: “lo de menos es si se busca erradicar el mal o implementar el bien, lo que estoy intentando decir es que, mientras el bien y el mal estén determinados por el otro; es decir, mientras sea alguien más quien me diga que estoy bien o que estoy mal, que estoy sano o enfermo, la originalidad humana está en peligro. Prefiero, en cambio, que alguien sea un patán pero que esté dispuesto a asumir las consecuencias sociales y legales de serlo. Que al loco se le encierre por delincuente, pero no por loco.” Guillermo miró conmovido a su amigo. Pensó en ese momento en que, quizás, escuchar al otro es indispensable para conocer mejor los fundamentos propios. Esteban miraba a la piscina mientras Guillermo lo miraba a él. Guillermo rompió el silencio y dijo: “no sé bien de qué entorno has surgido, pero seguro aquel lugar es cuna de grandes hombres”. Esteban respondió: “yo celebro que transgredas a tu entorno, aun cuando aquel también fuera cuna de grandes hombres”. Ambos se levantaron de la banca, estrecharon la mano e intercambiaron sonrisas; y mientras uno se colocaba su bata blanca, al otro lo acompañó una enfermera para que tomara su medicamento.

Hasta el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario