Quizás por liberarse en estas
épocas la efervescencia futbolera, es que se me ha ocurrido hablar de este
tema. Para la mayoría de mexicanos cuya infancia transcurrió durante los 90´s
(época en que la serie llegó a México), hubo una caricatura que representó
particular importancia: Súpercampeones
(1981). La temática se centraba en las aventuras de un niño, Óliver Átom, que
soñaba con ser futbolista y campeón de una Copa mundial con la selección de su
país, Japón. Una historia desarrollada entre las complicaciones propias de la
emocionalidad infantil del protagonista y los desafíos de perseguir su sueño
futbolístico.
Hasta aquí todo sigue un curso
normal: una caricatura pensada para niños y que promovía un deporte. No
obstante, tiempo después, incluso posterior al de la trasmisión de versiones
distintas de la serie, comenzaron a hacerse comunes varios rumores en torno a
la historia que realmente encubría la caricatura; específicamente en lo
referente a un supuesto final nada esperanzador para el infantil auditorio:
Oliver disputa el partido de la final de la Copa del Mundo: Brasil v/s
Japón. Algo bastante posible dentro de la historia. Lo siniestro es que luego
de que Oliver mete el último gol – que le da el triunfo a su país – despierta
en un hospital diciéndole a su madre que había ganado el Mundial (recordemos
que una parte de la aventura en Supercampeones son recuerdos de Oliver ganando
partidos mientras está en una sala de urgencias).
Luego de esto, una imagen muestra a Oliver abrazándola de felicidad, pero,
el detalle, es que él no tiene piernas: las perdió cuando era un niño y,
entonces, recién estaría despertado del coma tras el accidente. Todo lo que
ocurrió en la saga Supercampeones, es solo una realidad que Atom imaginó.
(Creepypasta Wiky, ¿?).
No es mi intención debatir sobre
la veracidad de este mito (en el sentido más respetuoso del término), sino
hablar sobre las implicaciones psicológicas que aparecen en torno al tema.
En el primer capítulo de la serie
titulado El desafío (2012) conocemos
a Óliver y a su madre. Se sabe que el padre es un Capitán marino que, por su
trabajo, está fuera de casa por períodos prolongados. Hablemos primero de la
relación madre-hijo. Los primeros segundos de la serie hacen evidente la
distancia (a nivel psíquico) entre Óliver y su madre. Las primeras palabras de
la serie surgen de la madre y se dirigen a su hijo: “Óliver, ya nos vamos.
¡Baja!”, un mensaje destinado a incluir al otro. La escena inmediata nos
muestra a un Óliver autístico (que no autista): solo, ensimismado y silencioso.
Mira una imagen del último campeón de un Mundial mientras tiene bajo el pie un
balón de futbol. Esta condición autística se confirma con las que serán las primeras
palabras del protagonista en toda la serie: “Yo seré campeón del mundo algún
día”. Es decir, la madre lanza un mensaje que pretende incluir al hijo, y
Óliver responde con uno que no incluye a nadie más que a él. Inmediatamente, la
madre vuelve a intentarlo: “¡Óliver, el camión está a punto de irse!”, pero el
infante en lugar de responder a la madre que le habla, habla a su vez con su
balón (objeto que no le habla ni le escucha): “¡Vamos balón, vuela!”. Partiendo
de esta escena, podemos presumir que Óliver está regido por su propia ley: ante
la instrucción de la madre, él parece identificarse con la labor gobernante
(del padre que no está) y hace suyo el mandato para dirigirlo, finalmente, a
otro que no puede oponerse ni rebelarse como él sí lo hace con la madre. Dicho
de otro modo: Óliver no está dispuesto a ser gobernado, prefiere ser él quien
gobierna sobre otro que no se rebela. Llegamos con esto a un detalle de la
configuración familiar de Óliver: el padre no está.
Sabemos que la estructura
psíquica encargada de oponerse a las pulsiones es el superyó; y si hubiera que
explicarlo sencillamente, diríamos que el superyó es el representante, en el
mundo interno, de las normas morales y culturales. El representante externo de
estas normas, y que cumple su función opositora del goce durante el período que
va de los tres a los cinco o seis primeros años de la vida, es el padre. El
superyó es, pues, la ley del padre que uno mismo se impone. En Óliver no existe
la ley del padre, sólo existe su propia ley. La función básica de la ley del
padre es la adaptación, la inmersión soportable a una realidad que siempre
frustra el goce.
Óliver no está dispuesto a
soportar la frustración del goce, y de ahí el nombre el primer capítulo, El desafío. Óliver desafía a la
realidad, a la madre, desafía a Benji Price (el mejor portero y por cierto
mayor en edad que él y por quien evidencia la franca emocional ambivalente
edípica: admiración por él y deseo de desafiarlo), y con éllo desafía
permanentemente al padre.
Continuamos el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
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