Guillermo
miraba la elegante barba blanca de su amigo mientras hablaba. Le alegraba verlo
tan lúcido después de la dura semana que había tenido. Esteban era adicto al
cigarro y todos en la clínica sabían que estaba cerca porque su aroma a cigarro
lo anunciaba. Esteban continuó: “las sociedades están hechas de personas; si
algo ha de hacerse para mejorar, es partir del elemento básico, de lo
individual. Nuestra época no amerita revoluciones violentas y ostentosas; las
revoluciones que hoy necesitamos son las que se hacen a diario, desde distintas
trincheras. Por eso los movimientos sociales de nuestro siglo siempre fracasan:
porque la masa es muy grande, y sobre todo muy difícil de conducir. No hay un
solo fin. Un movimiento social fracasará mientras surja de la ilusión de que un
mismo fin le hará bien a todos.” Guillermo recordó que Esteban ya había usado
ese argumento en una plática anterior, así que se apresuró a revirar con el
mismo argumento que empleó aquella vez: “pero las sociedades, los sistemas,
consumen al ser humano; lo determinan, le dicen qué equipo de fútbol admirar y
hasta cuáles son las causas justas. El trabajo individual de la moral tiende a
la dispersión. En cambio si se modifican entornos, si se les vuelve justos, o si
se les derroca cuando son injustos (como en las revoluciones latinoamericanas
del siglo pasado), los sujetos que de ellas surjan serán, a su vez, más justos;
pero no por decisión personal, sino porque no habrá otro modo de operar. Quizás
no es la idea más romántica, pero lo cierto es que para mejorar a las personas
hay que mejorar su entorno.” Esteban interrumpió: “coincido contigo en que no
es romántica tu propuesta, es más bien nostálgica.” Un poco molesto, Guillermo
continuó: “un cambio individual no tendrá gran repercusión, y en todo caso,
siempre es preferible el bienestar colectivo, aunque con ello se sacrifique el
de algunos individuos.” “No creo en las democracias”, interrumpió Esteban, “yo
tampoco”, respondió inmediatamente Guillermo y concluyó más serio: “pero sin
duda son el sistema que menores falencias ha mostrado”. A Esteban le incomodaba
que su amigo se pusiera serio porque se sentía obligado a adoptar el mismo
tono. Si bien su voz grave hacía retumbar aquella hacienda adecuada para alojar
pacientes con algún diagnóstico psiquiátrico, y cuyas familias podían costear
los seis mil pesos semanales por dicho internamiento, su tono en los debates
siempre era amable y risueño, incluso cuando se trataba de temas espinosos.
“¿Pero quién determina qué es lo justo y lo benéfico para todos? En el marco
que propones, quien tiene la última palabra siempre es el otro. Un niño llega a
un sistema en el que las respuestas están dadas: ya se sabe qué es bueno y qué
no, ya se sabe qué es legal y qué no, ya se sabe qué es salud y qué locura.
Pero, si una persona no concuerda con lo tradicional, ¿es justo diagnosticarlo
como delincuente o loco? Los preceptos de una sociedad surgen de una persona, y
se extienden a través de la familia y la sociedad hasta que se arraigan sin
cuestionamientos (o aún cuestionándolos, da igual).” Guillermo interrumpió:
“por eso actualmente, la intervención social no se basa en la enfermedad, sino
en procurar el bienestar a las sociedades partiendo, obviamente, del bienestar
de sus elementos.” Esteban continuó: “lo de menos es si se busca erradicar el
mal o implementar el bien, lo que estoy intentando decir es que, mientras el
bien y el mal estén determinados por el otro; es decir, mientras sea alguien
más quien me diga que estoy bien o que estoy mal, que estoy sano o enfermo, la
originalidad humana está en peligro. Prefiero, en cambio, que alguien sea un
patán pero que esté dispuesto a asumir las consecuencias sociales y legales de
serlo. Que al loco se le encierre por delincuente, pero no por loco.” Guillermo
miró conmovido a su amigo. Pensó en ese momento en que, quizás, escuchar al
otro es indispensable para conocer mejor los fundamentos propios. Esteban
miraba a la piscina mientras Guillermo lo miraba a él. Guillermo rompió el
silencio y dijo: “no sé bien de qué entorno has surgido, pero seguro aquel
lugar es cuna de grandes hombres”. Esteban respondió: “yo celebro que
transgredas a tu entorno, aun cuando aquel también fuera cuna de grandes
hombres”. Ambos se levantaron de la banca, estrecharon la mano e intercambiaron
sonrisas; y mientras uno se colocaba su bata blanca, al otro lo acompañó una
enfermera para que tomara su medicamento.
Hasta el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario