No es difícil toparse, en la vida
cotidiana, con las diversas implicaciones psicológicas atribuidas al acto de
comer y a la función de la comida. Cuando alguien muere, por ejemplo, los
familiares del fallecido ofrecen comida a los visitantes por nueve días. En el
ritual católico de la comunión, las personas que acuden se comen “el cuerpo y la
sangre de Cristo”. Frente a una tristeza o una euforia, se bebe o se come. El
enamorado le dice a su doncella que se la “comerá” a besos. Y podrían citarse
más.
En los inicios de la vida el bebé
goza a través de la boca; no resulta extraño, entonces, notar que los juegos y
cuentos de la infancia están íntimamente influidos por la pulsión oral: casi
siempre, puede observarse, hay un hocico que amenaza con comer (en forma de
lobo o de bruja), entonces el niño, para sobrevivir, tiene que ser lo
suficientemente hábil para no ser devorado.
No obstante, y a pesar de la
evidente oralidad de los primeros años, considero que es en la
pubertad-adolescencia la etapa en que las ansiedades infantiles se vuelcan muy
peculiarmente en el “trato” del sujeto con la comida. El adolescente es
radical: o se vuelve un voraz, o deja de comer (total o selectivamente). Esta
ambivalencia quizás evidencíe la complicación que para él representa pensar las
pulsiones sexuales-genitales que lo invaden. Por un lado, irrumpe en él un
deseo sexual poderoso que desea ser satisfecho (voracidad), y por el otro, aparece
también una represión de igual intensidad dirigida específicamente en contra de
la pulsión sexual (no “comerse” (sexualmente) a los animales, a la carne, a los
lácteos, etc., que representan el cuerpo de la madre y el deseo incestuoso).
De cómo el adolescente resuelva estas complicaciones, sin duda, dependerá su
posterior y permanente relación con la comida.
Ya en la adultez, por otro lado,
la oralidad remite a una búsqueda infantil de soluciones frente a las
adversidades que se presentan: “El niño sólo acepta el abandono de la
dependencia oral si puede encontrar seguridad en la creencia realista –o, lo
más probable, exageradamente fantástica- de que su cuerpo y sus órganos harán
algo por él.” (Bettelheim, 1988, p. 265). En la cultura mexicana, por ejemplo,
el alcohol, las groserías y los albures, son recursos orales que el adulto
emplea recurrentemente.
La “comida” es, en conclusión, uno
más de los destinos que las proyecciones encuentran en el mundo externo.
“Comer” sería, entonces, la relación que con la comida se establece. Quizás
cuando aprendamos a tomar en cuenta esto, y las ideas que de este entendimiento
se desprenden (la implicación erótico-agresiva de la voracidad, de los
atracones de comida, de la autoinducción del vómito, etc.) podremos comprender
desórdenes sociales tan complejos como la obesidad, la bulimia o la anorexia; y
sólo entonces, quizás, podamos organizar acciones que tiendan más a la
comprensión y el acompañamiento (pecho bueno), y no a los juicios y las
persecuciones sin sentido (pecho amenazante).
Hasta el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
REFERENCIAS
Bettelheim,
B. (1988) Psicoanálisis de los cuentos de
hadas. México D. F.: Grijalbo.
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