Hace algún tiempo, mientras
trabajé en una clínica de internamiento que albergaba pacientes con alguna
adicción, y con algún desorden mental,
tuve la oportunidad de conocer a un personaje por el que, desde el principio,
sentí la mayor de las simpatías. Lo llamaremos don Esteban.
Don Esteban era un señor de 51
años que aparentaba por lo menos 70; contaba con una barba blanca envidiable y
el ritmo de su andar oscilaba entre pasos lentos y muy cortos, o saltos de
gacela según su conveniencia le dictara. Su diagnóstico era esquizofrenia
paranoide y se contaba de él que se ponía muy violento cuando se
“descompensaba”. Era un apasionado de la charla y sólo en una ocasión me
dirigió directamente una ofensa verbal a propósito de un tema tratado en una
terapia grupal. Cuando sus compañeros hubieron de irse, se acercó a mí para
decirme “disculpe que me haya exaltado”, le dije que no pasaba nada, que
justamente el objetivo de una terapia es que los pacientes se muestren tal cual
son; él me replicó, “sí, pero yo nunca lo había ofendido, y me siento muy mal
por eso”; le dije que bastaba, para mí, con que me diera su palabra de que no
lo volvería a hacer. Jamás lo hizo de nuevo.
Yo recibía la instrucción, por
parte del cuerpo de psicólogos de la clínica, de no dejar “hablar mucho a don
Esteban en las sesiones”; cuestión que me extrañaba cuando sabemos que,
justamente, lo importante de un tratamiento es lo que el paciente tiene que
decir. Era fácil notar que la desesperación de mis colegas para con don Esteban
no era compartida por mí. Quizás influyeron muchas cosas, como el genuino gusto
que para mí representaba escuchar la poesía que se le escapaba incluso cuando
maldecía con esa voz grave que hacía retumbar la clínica; o tal vez el simple
hecho de que yo era el único elemento del personal que le hablaba de “usted”.
Don Esteban también notaba nuestra buena relación, llegando a solicitarme en
varias ocasiones, que fuera yo quien lo atendiera en psicoterapia individual. A
mí también me habría gustado hacerlo, pero nunca le informé mi sentir
(clínicamente hablando eso fue lo mejor). Pero sí cedí a la transferencia que
con él se estableció de maneras ingeniosas, y siempre “consciente” de lo que
estaba pasando. Llegué a regalarle algunas ediciones de una publicación mensual por la que compartíamos el gusto. Cuando iba por la mía, ahora tomaba
una también para él.
¿Qué es un psicótico y qué
implican las relaciones con él?; sé que es imposible definir a todos los
psicóticos a partir de este caso particular, pero también sé que ese objetivo
no es de mi interés. Lo único que descubrí, aunque suene duro decirlo, en el
trato con don Esteban (y con algunos otros psicóticos), fue que, después de
todo, es una persona y no un diagnóstico; que tiene mucho qué decir y que no
siempre estamos dispuestos a escucharlo, y puedo decir también que el trato con
su humor, con sus berrinches, con sus reclamos, con sus tristezas, me hacía
pensar, y aún hoy lo hace, en la nocividad de los diagnósticos psiquiátricos
cuando se rebaza su genuina utilidad, la cual tendría que limitarse,
únicamente, a ser un punto de partida
para la elaboración de un tratamiento; y no significar el pretexto sublimado que
seres infames con bata blanca encuentran para saldar sus carencias personales.
“No me gusta hablar con personas
que no se soportan a sí mismas”, me dijo; y creo que lo entendí.
Hasta el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
Muy bueno el artículo. Siempre he pensado que los psicóticos son personas muy interesantes. Su tipo de pensamiento me parece una mente brillante. Saludos esquizofrénicos paranoides. (sin que suene a insulto)
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ResponderEliminarCoincido contigo, y creo que por eso nos divierte tanto "el ingenioso hidalgo". Saludos andantes.
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