Los conceptos no existen en el
plano práctico. La creación de conceptos y de un código específico de
nomenclatura facilita la comprensión de los fenómenos de la vida cotidiana.
Cada ciencia, disciplina o arte, va haciendo cada vez más particular su código
y es entonces cuando la especialización de cualquier campo se vuelve necesaria
para comprender aquéllo que nos interesa. Pero una teoría que no es aplicable a
la práctica no es más que letra muerta. De ahí que, para explicar su teoría,
los expertos (de muchas ramas) se valen de metáforas que clarifiquen lo que se
está pretendiendo transmitir. Hoy hablaré de una de estas metáforas que, no
obstante, a pesar de su utilidad, no fue ideada para cumplir con el objetivo
que en esta ocasión nos motiva, y es eso
lo que, precisamente, nos resulta más interesante.
Según he podido comprobar, El elefante encadenado es uno de los
cuentos (si no el más) conocidos de Bucay. Lo que el autor pretende con este
relato, según alcanzo a entender, es trasmitir la idea de que cuando uno es
capaz de comprender las limitaciones que teníamos en algún otro momento de la
vida, y nos ubicamos en las capacidades con que en el presente contamos,
podremos ser capaces de salir delante de los problemas que desde entonces nos
detenían. No obstante, y como he planteado más arriba, mi interés se centra en
la utilidad que puede tener este cuento para la comprensión del concepto
psicoanalítico del “superyó”.
El superyó es la herencia del
Complejo edípico. Es la estructura representante de la cultura en el mundo
interno del niño, que ha sido asimilada a través de la relación frustrante de
deseo con el padre entre los tres y los cinco o seis años de edad. Resulta muy
curioso que el narrador comente:
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de
los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del
elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque
estaba amaestrado. (Bucay, 2008)
Es decir, parece que el narrador
nos dijera que, hasta esa edad (cinco o seis años), aún requería de la guía de
un mayor (curiosamente hace referencia que preguntó a un varón adulto,
idealizado y representante en aquel entonces de la ley, de la cultura); pero
después, puede suponerse, ya no le serían necesarios. Lo mismo sucede con el
superyó: podríamos decir que el padre es la materialización de la ley, de la
cultura, y su función consiste en frustrar explícita y directamente la
satisfacción del deseo natural (instintivo) del niño. Después de los seis años,
el niño ya no requiere a este frustrador de carne y hueso, el padre, porque lo
ha internalizado, y ahora es él mismo, a través de esta internalización
conocida como superyó, quien puede prohibirse las satisfacciones.
Tomándonos una licencia
complaciente, podríamos afirmar que es posible entrever, en aquel niño
intrigado, una inconformidad frente a la autoridad del padre (o del maestro, o
de un tío) cuando se pregunta (o más bien cuestiona internamente a quien le ha
respondido): “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?” (2008). Podríamos
pensar en una proyección que escondería la verdadera pregunta: “Si yo ya tengo
un superyó, ¿por qué sigues tú prohibiéndome cosas?”... Finalmente, el narrador
comenta que olvidó el “misterio del elefante y la estaca”, y que sólo lo
recordaba cuando se encontraba “con “otros que se habían hecho la misma pregunta
alguna vez”. Si continuamos con la línea que hemos señalado, podríamos
sustituir “el misterio” del elefante encadenado, por el del surgimiento del
superyó (y el final de la fase edípica); y pensamos que el señalamiento de que
ha encontrado a “otros” que se preguntaron lo mismo, tal como sucede con las
dudas propias del Edipo, corroboraría nuestra suposición.
Continuamos el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
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