jueves, 25 de abril de 2013

El Complejo de Edipo en la manifestación de sentimientos

La mayoría de las personas, al ser cuestionadas sobre el tema, refieren tener por lo menos una noción básica de lo que es el Complejo de Edipo. Obviamente, porque así tiene que ser, cada persona tiene una interpretación propia de lo que dicho Complejo implica.
Parto de esta cuestión porque resulta interesante la manera en que este Complejo infantil juega de manera inconsciente en el desarrollo de las relaciones que las personas entablan en la adolescencia y la vida adulta; pero sobre todo, es importante detenerse en la manera en que los sentimientos y expectativas referentes  a estas relaciones son expresados a través de frases, canciones, poemas, etc.
En una serie llamada “Soy tu fan”, un par de chicos, que en la serie son actores profesionales, están representando la escena de una charla entre novios en la que ella (ciega por cierto) le anuncia que sospecha que él le ha sido infiel. Él lo niega (aunque para el espectador es evidente que sí lo fué),  a lo que ella responde con una frase interesante: “Puedo soportar una infidelidad, pero una traición jamás.”
Si analizamos los sentimientos que el niño experimenta en su travesía por el Edipo (y que finalmente permanecen reprimidos en el adulto), nos encontramos con que lo imperante es, por un lado, una sensación de derrota (frente al padre del mismo sexo que ha arrebatado el amor de el padre del sexo opuesto), y, por el otro, un sentimiento de haber sido traicionado (porque el padre del sexo opuesto, en cuyo amor se confiaba, ha elegido al padre del mismo sexo como objeto de amor y no al niño(a)). De ahí la curiosidad de que en la frase citada aparezcan ambos sentimientos claramente. Además, en este caso, la chica supone cuál de los dos elementos le resultaría más insoportable: la “traición”.  Esta cuestión, además, nos permite hipotetizar un narcisismo mermado (quizás por su condición de ceguera) en donde se vuelve imprescindible la confianza en el otro: primero en el amor de los padres (que finalmente le han traicionado), y después, ya en la adultez, en las personas con que se entablan relaciones importantes (el novio, en este caso, como representación presente del padre).
La atención en el Complejo de Edipo tal como Freud lo entendió ha sido uno de los puntos de mayor desarrollo (debate) dentro de la teoría psicoanalítica; no obstante, en opinión personal, para constatar su vigencia no hace falta más que observar (o escuchar) detalladamente la tonalidad e implicaciones inconscientes en la mayoría de las manifestaciones sentimentales del adulto: No hay que ser psicoanalista para notarlo; finalmente, es un camino por el que todos hemos andado.
“Puedo presumir, de mi gran amor, tú eres lo más bello que jamás me sucedió.
Mamá, hoy quiero decir te amo, me pienso robar tus años, ser tierno ladrón de ti.”
Canción “Mamá”, interpretada por Benny Ibarra.
Hasta el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez López.

jueves, 18 de abril de 2013

De qué hablan los sueños

Hace algún tiempo, de camino a una clínica en la que trabajaba, el chofer de dicho centro me dijo, “oiga licenciado, estoy preocupado, fíjese que soñé que se me caía un diente. Eso qué querrá decir”, le respondí que ése era un sueño muy típico y que su simbolismo se relacionaba con una etapa infantil por la que todos atravesamos. Él me dijo, “ah bueno, pero entonces no es nada malo, yo ya estaba preocupándome”.
Esta anécdota denota lo que Freud desarrolla en la introducción de La interpretación de los sueños: que el interés que la humanidad ha mostrado a través de la historia por el fenómeno onírico, evidencia su entendimiento de que el sueño es algo más que una mera casualidad. Incluso, de esta sospecha de que el sueño nos dice algo, surgen charlatanerías como las de los “sueños proféticos”, o las de los famosos libros que ofrecen “significados de sueños”. El sueño habla del soñante, jamás de alguien más.
Freud diría del sueño que es “el guardián del dormir”; pero más allá de la utilidad de soñar para no despertar, el interés psicoanalítico en el sueño se centra en que, a través de él, se puede tener conocimiento de deseos y conflictos inconscientes que de ningún otro modo podrían ser revelados. Su utilidad en la clínica es incalculable; pero la interpretación debe ser llevada a cabo en un contexto terapéutico y bajo normas técnicas específicas.
Para el análisis de un sueño hay que diferenciar dos elementos: el contenido manifiesto, que se refiere a lo quede  nuestro sueño contamos, y el contenido latente, que es el mensaje que se disfraza con la historia de nuestro sueño. La interpretación, entonces, iría del contenido manifiesto al contenido latente. Al destino contrario, es decir, ir del contenido latente al contenido manifiesto, se le denomina trabajo del sueño. Freud, para el análisis de los [sus] sueños, hizo hincapié en la imperante necesidad de que el soñante asocie libremente sobre el sueño que relata. Es decir, que para llevar a cabo la interpretación de un sueño es necesario escuchar lo que el soñante dice de él. Sin esta información, sin estas asociaciones, la interpretación no puede desarrollarse. Es verdad que hay sueños bastante comunes entre las personas (como el de la caída de los dientes) para los que Freud propuso una interpretación generalizada; pero este simbolismo es sólo una de las muchas formas en que el deseo se disfraza para aparecer como algo distinto en el sueño.
“Los sueños nunca son casuales”, como diría Elena Ortiz, y la interpretación ayuda al soñante a pensar los deseos y conflictos que éste esconde. No obstante, hay que recordar que el soñante es quien produce su sueño, entonces él siempre sabe lo que está escondiendo. El objetivo del psicoanálisis, en general, es el mismo que se presenta frente al relato de un sueño: poner en contacto al sujeto con los elementos de su psiquismo que él mismo se oculta; recordando lo que dijera Freud, “el soñante siempre lo sabe, sólo que no sabe que lo sabe.”
Hasta el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez.

viernes, 12 de abril de 2013

La envidia (II de II)

Por más que los esfuerzos del adulto apunten a esconder los sentimientos de envidia que se despiertan en él ante alguna circunstancia favorable de sus seres cercanos y queridos, cuando observamos detenidamente podemos notar que la envidia está ahí todo el tiempo de manera latente.
Es común, como cuentan los psicoanalistas, que en algún momento de sus tratamientos, sus pacientes se conviertan, en la vida cotidiana, en una especie de “interpretadores de sueños” de quien lo permita. Me tocó saber de un joven que así lo hacía, y su labor interpretativa era reforzada por la admiración de sus consultores de a diario. Si nos detenemos a observar, el paciente imita a un ideal (su analista), y esto, insoslayablemente, evidencia dos cosas: que le admira y que está depositando en él sentimientos constructivos conscientes e inconscientes; y por otro lado, que envidia su saber se lo roba, y con esta imitación se envía el mensaje a sí mismo de “yo también puedo hacerlo”[1].
Entre los adultos, es común notar una repulsión importante frente a la simple posibilidad aceptar que alguien más nos despierte envidia. De esto surgen métodos evitativos que resultan de gran eficacia. Un ejemplo muy popular es el de “El mal de ojo” y los amuletos de protección frente al mismo. Inconscientemente, protegemos al bebé (o a todo lo nuevo) de nuestra propia envidia dándole un beso o colocándole un listón.
Otro ejemplo, me parece, es el que observé en un programa de entretenimiento en el que las conductoras tenían una sección llamada “Maldita vieja”, en la que analizaban (por llamarlo de algún modo) a las que ellas consideraban las mujeres más bellas del mundo. Esta sublimación resulta muy útil entre los adultos. Otra manera muy común de evitar hacerle frente a la sensación de envidia es mediante el empleo de un mecanismo llamado identificación proyectiva, gracias al cual, los aspectos desagradables de uno mismo son depositados en el otro, mientras que los positivos se abrazan y sobrevaloran. Del empleo de este mecanismo surgen sentencias definitivas como “los demás me tienen envidia”, tan comunes entre narcisistas y paranoicos.
No existe “envidia de la buena”, y mucho menos “envidia de la mala”. La envidia es una más de las sensaciones o emociones naturalmente humanas de que estamos dotados; y, como adultos, resulta sano asimilarlo así.
Hasta el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez.


[1] No se ahondará en las cuestiones referentes a la envidia y sus consecuencias dentro de todo tratamiento psicológico debido a que ése es un tema que requeriría un abordaje exclusivo.

jueves, 4 de abril de 2013

La envidia (I de II)

La envidia, sin duda, es uno de los sentimientos más satanizados por el ser humano, y como suele suceder, las cuestiones más castigadas socialmente, resultan ser las de mayor arraigo en la naturaleza humana.
La envidia podría definirse como un sentimiento de malestar ante las virtudes o condiciones favorables de alguien más. En las caricaturas, cuentos de hadas y telenovelas es mostrada recurrentemente: el villano siente envidia por las características del héroe (o la bruja de la princesa). En un principio, intenta igualarle, pero cuando fracasa, busca eliminarlo siendo finalmente él quien muere[1].

Pero al contrario de como nos lo muestran estas historias, la verdad es que la envidia no es sólo una condición de los “malos”, sino que más bien es una constante del repertorio emocional  humano; y una vez más, para intentar clarificar esto, recurriremos a lo que nos muestran los niños:
 En una ocasión pude observar a un niño de tres años imitando los pasos de un hombre adulto sin que éste último lo notara. Caminaba por donde él y hacía lo que él. El adulto se agachó para cerrar la llave de un pequeño tanque de gas, y el niño, después de él, se acercó al mismo tanque e hizo un movimiento calcado del que observó, cerró la llave del tanque aunque ésta ya estaba cerrada.

Por qué imita el niño al adulto, por qué el niño se calza los zapatos de papá y la niña se decora con el maquillaje de mamá, por qué se autonombra como su personaje de caricatura favorito. Es simple, lo hace por admiración, porque admira las virtudes de un ideal. Pero, por qué no le basta con admirarlo y requiere imitar a ese ideal; es simple también, lo hace por envidia. Roba características e identidades que él no posee, las quiere para sí y las roba sin el menor empacho.
De esto podemos deducir que la admiración y la envidia son inseparables. No se puede envidiar algo que no es admirado, deseado. De ahí que la envidia sea frecuentemente despertada por personas cercanas y queridas. El niño envidia de manera explícita, y nos muestra cuál es nuestra naturaleza. El adulto, en contraste, niega tajantemente la envidia que se despierta en él naturalmente, y hasta sublima esta pulsión destructiva inventando ingenuidades como la idea de la “envidia de la buena”, o proyectando cuando afirma “los demás me tienen envidia”.
Continuamos el próximo jueves.

Psic. Juan José Ricárdez.





[1] Existe un capítulo de Los Simpson en donde un trabajador, con mucha mejor preparación que Homero, le envidia a éste todo lo que tiene: empleo, casa y familia. Al final del capítulo este trabajador muere.