jueves, 30 de enero de 2014

"El elefante encadenado" de Bucay y el superyó (II de II)

El narrador (entonces niño) se preocupa por el elefante porque él mismo, con la edad que tiene, está inmerso en una lucha interna entre someterse a la autoridad de otro (el padre) o ser él mismo su autoridad (a través del superyó). Su fantasía sobre la lucha del elefante resulta ilustrativa a este respecto:

Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. (Bucay, 2008)

No profundizaremos en el simbolismo de algunas de las palabras o expresiones empleadas en este fragmento; más bien nos interesa continuar con nuestro ejercicio especulativo. Tras su lucha interna entre sometimiento y autonomía, pensando en que el elefante está representando al propio narrador cuando niño, observamos que el pequeño, finalmente, termina sometido, pero no al elemento de la realidad que lo limita (la cadena como representante del padre de carne y hueso), sino al sustituto, en su mundo interno, de esta prohibición (el superyó, o como el narrador lo llama, “su destino”).

La conclusión del narrador es la siguiente:

Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo. Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza... Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo conseguimos. Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré. Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca. (Bucay, 2008)

Efectivamente; el adulto, al haber incorporado la figura del padre como representante personal de lo que está prohibido (superyó), no puede más que someterse fatalmente a las prohibiciones que de este proceso emanen; pero no piensa, a partir de entonces, esas mismas prohibiciones como procedentes de alguien más, sino que las hace suyas, aunque no las comprenda.

Al contrario de nuestro narrador, pensamos que la cuestión no es la búsqueda gratuita de una liberación de lo que nos ata; más bien, el adulto, tendrá que pensar esas cadenas que, finalmente, han resultado útiles para su incorporación a lo social. El superyó puede ser perseguidor (o hasta sádico como lo explicaba Freud al explicar la neurosis obsesiva); pero al ser un vigilante que vive dentro de nosotros, a diferencia de lo que sucede antes del Complejo edípico, no hay a dónde huir de él, no hay cómo liberarse. Al contrario, si hubiera que buscarle un equivalente a la “fuerza” física que el elefante del relato no volvió a poner a prueba desde su infancia, y que por tanto desconoce; pensaríamos, sin duda, que en el humano estaríamos hablando del “pensamiento”. El adulto puede pensar, con los recursos (fuerza) que ahora tiene, los conflictos de su infancia (la atadura a la cadena); pero no para pretender liberarse, sino para comprender que, entonces, su naturaleza era una, y que ahora ha evolucionado. Las cadenas (superyó) las puso alguien más durante la infancia, jamás se caerán (salvo en alguna manifestación psicótica); pero la tensión que estas tengan sí están sujetas a nuestro parecer; sólo es cuestión de conocerlas para saber cómo funcionan y entonces poder hacer algo; y es entonces, tras un arduo trabajo de autoconocimiento, que se alcanza la libertad auténtica: la que implica la certeza de que uno está insoslayablemente esclavizado a sus propios preceptos.

Hasta el próximo jueves.


Psic. Juan José Ricárdez.


Referencias

Bucay, J. (2008) El elefante encadenado. Recuperado de http://www.miriamortiz.es/TEXTOS/VElefanteEncadenado.pdf

jueves, 23 de enero de 2014

"El elefante encadenado" de Bucay, y el superyó (I de II)

Los conceptos no existen en el plano práctico. La creación de conceptos y de un código específico de nomenclatura facilita la comprensión de los fenómenos de la vida cotidiana. Cada ciencia, disciplina o arte, va haciendo cada vez más particular su código y es entonces cuando la especialización de cualquier campo se vuelve necesaria para comprender aquéllo que nos interesa. Pero una teoría que no es aplicable a la práctica no es más que letra muerta. De ahí que, para explicar su teoría, los expertos (de muchas ramas) se valen de metáforas que clarifiquen lo que se está pretendiendo transmitir. Hoy hablaré de una de estas metáforas que, no obstante, a pesar de su utilidad, no fue ideada para cumplir con el objetivo que en esta ocasión nos motiva, y  es eso lo que, precisamente, nos resulta más interesante.

Según he podido comprobar, El elefante encadenado es uno de los cuentos (si no el más) conocidos de Bucay. Lo que el autor pretende con este relato, según alcanzo a entender, es trasmitir la idea de que cuando uno es capaz de comprender las limitaciones que teníamos en algún otro momento de la vida, y nos ubicamos en las capacidades con que en el presente contamos, podremos ser capaces de salir delante de los problemas que desde entonces nos detenían. No obstante, y como he planteado más arriba, mi interés se centra en la utilidad que puede tener este cuento para la comprensión del concepto psicoanalítico del “superyó”.
El superyó es la herencia del Complejo edípico. Es la estructura representante de la cultura en el mundo interno del niño, que ha sido asimilada a través de la relación frustrante de deseo con el padre entre los tres y los cinco o seis años de edad. Resulta muy curioso que el narrador comente:

Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. (Bucay, 2008)

Es decir, parece que el narrador nos dijera que, hasta esa edad (cinco o seis años), aún requería de la guía de un mayor (curiosamente hace referencia que preguntó a un varón adulto, idealizado y representante en aquel entonces de la ley, de la cultura); pero después, puede suponerse, ya no le serían necesarios. Lo mismo sucede con el superyó: podríamos decir que el padre es la materialización de la ley, de la cultura, y su función consiste en frustrar explícita y directamente la satisfacción del deseo natural (instintivo) del niño. Después de los seis años, el niño ya no requiere a este frustrador de carne y hueso, el padre, porque lo ha internalizado, y ahora es él mismo, a través de esta internalización conocida como superyó, quien puede prohibirse las satisfacciones.


Tomándonos una licencia complaciente, podríamos afirmar que es posible entrever, en aquel niño intrigado, una inconformidad frente a la autoridad del padre (o del maestro, o de un tío) cuando se pregunta (o más bien cuestiona internamente a quien le ha respondido): “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?” (2008). Podríamos pensar en una proyección que escondería la verdadera pregunta: “Si yo ya tengo un superyó, ¿por qué sigues tú prohibiéndome cosas?”... Finalmente, el narrador comenta que olvidó el “misterio del elefante y la estaca”, y que sólo lo recordaba cuando se encontraba “con “otros que se habían hecho la misma pregunta alguna vez”. Si continuamos con la línea que hemos señalado, podríamos sustituir “el misterio” del elefante encadenado, por el del surgimiento del superyó (y el final de la fase edípica); y pensamos que el señalamiento de que ha encontrado a “otros” que se preguntaron lo mismo, tal como sucede con las dudas propias del Edipo, corroboraría nuestra suposición.

Continuamos el próximo jueves.


Psic. Juan José Ricárdez.

jueves, 16 de enero de 2014

El psicoanálisis se ocupa de lo que se dice

El psicoanálisis cobija a personas procedentes de distintos saberes como la medicina (Freud), la psiquiatría (Jung y Lacan), el derecho (Rank), la enfermería (Dolto), la sociología (Fromm), la literatura (Andreas-Salomé), la Filosofía (Seubert) y, por supuesto, la psicología (Helí Morales). Además de estos profesionales (entre muchos otros) que se han llegado a formar como psicoanalistas, ha habido muchos otros que, sin llegar a ejercer el psicoanálisis en la clínica, sí han ocupádose de él para alcanzar un grado particular de comprensión de la vida, y para desarrollar su particular trabajo. En México los casos de Octavio Paz y Salvador Novo resultan particularmente ilustrativos, mientras que en España los amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí también pueden dar cuenta de esto.

Pero ¿qué es lo que hace que profesionales de tan distintos campos se interesen por los descubrimientos psicoanalíticos?; sin duda para responder, de primera instancia, uno pensaría que tendría que remontarse a alguno de los tres primeros textos de Freud, a partir de los cuales se supo que la capacidad de hablar, antes de que Freud lo pensara a partir del método terapéutico que él y Breuer desarrollaron: “la cura por la palabra”, había estado olvidada por las ciencias con respecto a sus implicaciones médicas y, más particularmente, psicológicas. Pero recurramos mejor a la antropología contextualizando con un chiste:

Va uno en moto por la carretera y de repente se le para. Se baja y empieza a mirar el motor a ver qué le pasa y en éso que oye una voz detrás que le dice: "Eso es del carburador". El tío se gira y no ve a nadie, tan sólo un caballo y se pregunta “¿quién habrá dicho eso?” Sigue intentando averiguar la avería y el caballo que vuelve a repetirle: "Eso es del carburador". Cuando se da cuenta que es el caballo quien le habla, sale todo despavorido y al llegar al pueblo se mete en un bar para pedir agua y le cuenta al dueño lo que le ha pasado. A lo que el dueño del bar le contesta: "No le haga usted caso, ese caballo no entiende nada de mecánica". (2006)

¿Por qué es gracioso este chiste?, porque los caballos no hablan, el que habla es el ser humano.

En resumen, los hombres en formación llegaron a un punto en que tuvieron la necesidad de decirse algo los unos a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco desarrollada del mono se fue transformando, lenta pero firmemente, mediante modulaciones que producían a su vez modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco a poco a pronunciar un sonido articulado tras otro. (Engels, 1976, pp. 213-214)

¿Por qué el psicoanálisis entonces le interesa a un tipo variado de profesionales?, porque todos ellos hablan y el psicoanálisis se ocupa de lo que se dice.

Hasta el próximo jueves.


Psic. Juan José Ricárdez.




Referencias

Chistes online (2006) Chistes de caballos. Recuperado de http://www.chistes-online.com/2006/10/fwd-chistes-caballos.html el 8 de enero de 2014.


Engels, F. (1976) El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. Distrito Federal: Cultura popular ediciones.

jueves, 9 de enero de 2014

Don Esteban

Hace algún tiempo, mientras trabajé en una clínica de internamiento que albergaba pacientes con alguna adicción, y  con algún desorden mental, tuve la oportunidad de conocer a un personaje por el que, desde el principio, sentí la mayor de las simpatías. Lo llamaremos don Esteban.

Don Esteban era un señor de 51 años que aparentaba por lo menos 70; contaba con una barba blanca envidiable y el ritmo de su andar oscilaba entre pasos lentos y muy cortos, o saltos de gacela según su conveniencia le dictara. Su diagnóstico era esquizofrenia paranoide y se contaba de él que se ponía muy violento cuando se “descompensaba”. Era un apasionado de la charla y sólo en una ocasión me dirigió directamente una ofensa verbal a propósito de un tema tratado en una terapia grupal. Cuando sus compañeros hubieron de irse, se acercó a mí para decirme “disculpe que me haya exaltado”, le dije que no pasaba nada, que justamente el objetivo de una terapia es que los pacientes se muestren tal cual son; él me replicó, “sí, pero yo nunca lo había ofendido, y me siento muy mal por eso”; le dije que bastaba, para mí, con que me diera su palabra de que no lo volvería a hacer. Jamás lo hizo de nuevo.

Yo recibía la instrucción, por parte del cuerpo de psicólogos de la clínica, de no dejar “hablar mucho a don Esteban en las sesiones”; cuestión que me extrañaba cuando sabemos que, justamente, lo importante de un tratamiento es lo que el paciente tiene que decir. Era fácil notar que la desesperación de mis colegas para con don Esteban no era compartida por mí. Quizás influyeron muchas cosas, como el genuino gusto que para mí representaba escuchar la poesía que se le escapaba incluso cuando maldecía con esa voz grave que hacía retumbar la clínica; o tal vez el simple hecho de que yo era el único elemento del personal que le hablaba de “usted”. Don Esteban también notaba nuestra buena relación, llegando a solicitarme en varias ocasiones, que fuera yo quien lo atendiera en psicoterapia individual. A mí también me habría gustado hacerlo, pero nunca le informé mi sentir (clínicamente hablando eso fue lo mejor). Pero sí cedí a la transferencia que con él se estableció de maneras ingeniosas, y siempre “consciente” de lo que estaba pasando. Llegué a regalarle algunas ediciones de una publicación mensual por la que compartíamos el gusto. Cuando iba por la mía, ahora tomaba una también para él.

¿Qué es un psicótico y qué implican las relaciones con él?; sé que es imposible definir a todos los psicóticos a partir de este caso particular, pero también sé que ese objetivo no es de mi interés. Lo único que descubrí, aunque suene duro decirlo, en el trato con don Esteban (y con algunos otros psicóticos), fue que, después de todo, es una persona y no un diagnóstico; que tiene mucho qué decir y que no siempre estamos dispuestos a escucharlo, y puedo decir también que el trato con su humor, con sus berrinches, con sus reclamos, con sus tristezas, me hacía pensar, y aún hoy lo hace, en la nocividad de los diagnósticos psiquiátricos cuando se rebaza su genuina utilidad, la cual tendría que limitarse, únicamente,  a ser un punto de partida para la elaboración de un tratamiento; y no significar el pretexto sublimado que seres infames con bata blanca encuentran para saldar sus carencias personales.

“No me gusta hablar con personas que no se soportan a sí mismas”, me dijo; y creo que lo entendí.

Hasta el próximo jueves.


Psic. Juan José Ricárdez.