jueves, 30 de mayo de 2013

Las reglas

Es común escuchar, cuando somos instruidos sobre el arte de la socialización, que la gente nos advierte que “en todos lados existen reglas”, y que debemos aprender a respetarlas. Nadie puede negar la veracidad de esa sentencia, pero sería interesante de pronto preguntarnos: ¿por qué en todos lados existen reglas?, ¿por qué es necesario que existan?, y ¿qué sería de nosotros sin ellas? Considero que la respuesta no es tan complicada.
Las reglas (incluyendo entre éstas a leyes, normas o preceptos) tienen el objetivo de regular, en primera instancia, conductas; pero, las más ambiciosas, también pretenden moldear pensamientos y hasta emociones. Entonces, si existen reglas, es porque existe algo que requiere ser regulado: el ser humano.
El ser humano no es bueno, tampoco es malo. El ser humano es conflicto: pulsiones constructivas (amor) y destructivas (odio) que chocan constante y eternamente, y que hacen surgir y funcionar el psiquismo. No obstante, con la parte “buena” no hay ningún problema. Nadie niega su parte noble, cortés o simpática; incluso, los más odiosos, hasta hacen constante alarde de ella. Pero cuando hablamos de los odios, los celos o la envidia, inmediatamente se pretende exorcizar a esos “malos sentimientos” de uno; y los más ingenuos, incluso, llegan a atribuir esta tendencia a algo externo como a las “malas vibras”, al estrés o al diablo.
Las reglas sirven para regular nuestra parte “mala”, buscan encerrarla, esconderla; pero ésta, más astuta que la mayoría de nosotros, siempre encuentra el modo de ver la luz mediante los mecanismos de defensa, y sin darnos cuenta, estamos constantemente proyectando al mundo toda la destrucción que habita en nosotros dañando a todo lo que sea posible, incluyendo a uno mismo.
Mientras sigamos negando las pulsiones hostiles humanas, seguiremos en este camino sin sentido: cada vez habrá más y más rigurosas reglamentaciones que de cualquier modo nunca serán suficientes. En cambio, si somos capaces de comprendernos como somos, si dejamos de juzgarnos y juzgar al otro, si nos analizamos, pues, podremos hablar de un auténtico humanismo o humanidad; o mejor aún, de verdaderos seres humanos. El buen  hombre no es el que sigue ciegamente las reglas; es más bien aquél que, como diría Kant, sirve de ejemplo para la formulación de las mismas, y para que esto sea posible, no existe más remedio que conocernos.
Hasta el próximo jueves (espero no volver a tener que romper esta regla).

Psic. Juan José Ricárdez.

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